Zambo Salvito, el forajido que aterrorizó a La Paz
El personaje paceño, cuya vida se entremezcló entre la leyenda, el mito y la realidad, se convirtió en el ejemplo del escarmiento al robo; fue ejecutado en 1871. Dos historiadores siguieron su rastro y dieron con su fotografía, que se encuentra en un museo de Estados Unidos.
(Fuente, Periódico Página siete, Bolivia, 2015)
Son las 12:15 del 23 de diciembre de 1871. El mediodía de verano ha caído sobre la plaza Caja de Agua (hoy plaza Riosinho) de la ciudad de La Paz, hasta donde la gente de todas las clases sociales ha llegado por miles para presenciar el fusilamiento de siete miembros de la banda de forajidos que durante 10 años aterrorizó a La Paz. Asaltos, robos, atracos son los delitos que pesan en contra de los bandoleros. Se habían adueñado de los caminos de La Paz, donde caían sobre los incautos e indefensos arrieros y viajeros para robarles sus pertenencias: cargas, dinero, animales, todo de lo que pudieran llevarse, incluso sus vidas. Por la investigación que se pudo realizar, se tiene confirmado que cometieron 17 asesinatos a palos, golpes, pedradas y estrangulamiento. Su ferocidad fue tal que entre sus víctimas se encuentran dos bebés de pecho, que fueron estrangulados a sangre fría ante la mirada desesperada e impotente de sus madres.
Los delitos son demasiados, crueles y los peores, por eso han sido condenados a la pena capital. La gente amontonada mira azorada a los siete condenados que comienzan a ser amarrados por los militares a los banquillos del suplicio. Con los ojos vendados, desesperados y entre sollozos esperan su final. Frente a ellos, dos de sus cómplices, cuyos delitos son menores, los miran aterrados: su castigo, además de la cárcel, es presenciar el fusilamiento de sus secuaces.
Entre los condenados está el temido Salvador Chico, más conocido como el Zambo Salvito. Es el jefe de la cuadrilla de malhechores. Los mismos miembros de la banda así lo identificaron, después de largas declaraciones, pues los cómplices le habían jurado silencio, luego de ser amenazados de muerte en caso de denunciarlo o confesar sus crímenes. Dicen que el forajido tiene 33 años.
En medio del gentío, que enmudecido presencia los preparativos de la ejecución del Zambo Salvito y parte de su banda, se encuentra Luciano Valle, redactor del periódico El Illimani. En su crónica publicada el 25 de diciembre de 1871, y rescatada por los historiadores Randy Chávez y Carlos Gerl, relata los hechos:
"A las once y media de la mañana del día veintitrés de los corrientes, Salvador Chico (cabecilla), Rufino Mamani, Marcelo Mendoza, Lorenzo Siñani, Juan de Dios Condori, Simón Lucana y Pablo Quispe (sorteado), fueron conducidos del cuartel del celadores al lugar de la ejecución, en medio de la fuerza armada y de un inmenso gentío que manifestaba su emoción profunda. Cada uno de los reos estaba ayudado de las conmovedoras oraciones de dos sacerdotes; seguían a estos Remijio Jimenez y Estevan Espinoza, condenados a presenciar la ejecución de sus codelincuentes. El Sr. Fiscal del Partido, Dr. Saturnino Andrade, el Sr. Juez de la causa, Dr. Paton y el Secretario del Tribunal, D. Manuel Belmonte iban en seguida a presenciar la ejecución de la pena. La primera compañía del Batallón 3° de Omasuyos, al mando del Sargento Mayor Miguel Villar escoltó a los reos, el resto de dicho Batallón cubrió la retaguardia.
Llegados los reos al campo de Caja de agua (hoy plaza Riosinho), después de haberse desmayado varias veces en su tránsito, fueron introducidos dentro del cuadro formado de antemano con arreglo a la ordenanza militar.
Los banquillos de los siete reos espresados (sic) estaban colocados en línea recta frente a la población; los asientos de Remijio Jimenez y Estevan Espinoza, condenados a presenciar la ejecución, ocupaban los costados colaterales. A las doce y cuarto amarraron en los banquillos del suplicio a los desgraciados reos y mediante todas las formalidades de ley y todos los consuelos espirituales de nuestra augusta relijion (sic), terminaron su existencia, a una descarga cerrada que hizo una mitad de la compañía que los escoltó; más de diez mil personas confundieron su grito de horror con la espantosa detonación de aquella descarga.
Los infelices ejecutados espiraron en el acto; sus cuerpos quedaron espuestos (sic) hasta las cinco de la tarde en sus respectivos patíbulos. La ley caía sobre la cabeza de estos desgraciados, hasta el extremo de quitarles la vida, porque ellos habían cometido el crimen de quitar la vida de otros. La sociedad que así castiga, comete igual o mayor injusticia que el ignorante o empedernido hombre que se lanza en el terreno del crimen, tal vez sin reflexión, por falta de conocimiento, de instrucción y de moralidad”.
Antes de la ejecución, mientras el Zambo Salvito y su banda esperaban el día de su ejecución en la cárcel, el fotógrafo Ricardo Villaalba, de nacionalidad peruana, se había ocupado de fotografiar a los temidos delincuentes: nueve hombres y una mujer, Gregoria Uchani, acusada sólo de encubrimiento, por lo que estuvo entre los tres cómplices que salvaron sus vidas, pero que fueron a la cárcel para purgar sus delitos.
Villaalba fotografió a la banda íntegra, pero también de manera separada al Zambo Salvito y a cada uno de sus secuaces. Los retratos eran una muestra de la conmoción que generó en La Paz de finales del siglo XIX la captura de los delincuentes, denominados entonces la cuadrilla de la Halancha, en referencia al lugar donde fueron encontrados, un lugar despoblado ubicado entre La Paz y Los Yungas (hoy avenida Periférica) donde la banda había montado una de sus guaridas en unos túneles, donde planificaban sus robos y atracos sangrientos.
Esa captura despertó el interés y la curiosidad de muchos, sobre todo por la forma cómo fueron apresados los delincuentes por la Policía: uno de los temibles bandoleros había sido encontrado con la bufanda de un profesor que había desaparecido en el camino a Los Yungas. Los uniformados lo interrogaron y terminó confesando que era parte de la banda del temible Zambo Salvito, como señala el escritor Elías Zalles Ballivián, en su libro Tradiciones y Anécdotas Bolivianas, publicado en 1930, 50 años después de la ejecución de Salvador Chico.
"La Policía constató los hechos encontrando el cadáver del profesor y una cueva donde apresaron al jefe de la cuadrilla y a sus compañeros, entre los que faltaba un indígena apellidado Condori, quien fue capturado poco después en la ciudad de La Paz. De esta manera, se realizó el juicio criminal contra nueve reos en un salón del antiguo Loreto (hoy Palacio Legislativo), donde, en uno de los episodios del caso, llevaron al juez una voluminosa piedra ensangrentada y uno de los sindicados confesó que habían matado con ésta a una pareja de esposos y a su niño recién nacido, infante que por lastima de que quedara huérfano, uno de ellos se paró sobre él y le quitó la cabeza”, relata Zalles Ballivián en su obra.
"Después de oír esa confesión, el abogado defensor se levantó y pidió la muerte para los culpables y los presentes en el auditorio exclamaron: "¡muerte!… ¡muerte!…”. Si el tribunal no hubiera estado custodiado por los guardias los criminales hubieran sido linchados en el acto. El juez condenó a muerte al jefe de la cuadrilla y a seis de sus compañeros (...). Al siguiente día los reos fueron conducidos desde la prisión hasta la plaza Caja de Agua, donde debían ser ejecutados”.
El hallazgo
Casi 150 años después, las fotografías de Villaalba y la crónica del periodista Luciano Valle, publicada en el periódico El Illimani, son prácticamente los únicos testimonios que demuestran que el Zambo Salvito existió realmente y que fue un forajido condenado a la pena de muerte por sus innumerables delitos, y así se convirtió en un mito, una leyenda para los habitantes de La Paz que durante años, generación tras generación, transmitieron de manera oral el destino fatal de este hombre a modo de ejemplo del escarmiento que recibe el gusto por lo ajeno.
Estos dos registros fueron encontrados por los historiadores Randy Chávez y Carlos Gerl, quienes, a través de su investigación de años sobre la veracidad de la existencia de Salvador Chico - denominada Zambo Salvito - primero, dieron con el periódico el Illimani de 1871 y, luego, con las fotografías de Ricardo Villaalba, que se encuentran en el Museo de Arqueología de la Universidad de Harvard de Estados Unidos, y que fueron facilitadas (en copias) por Lisa Trever, historiadora de arte y profesora de la Universidad de California, para mostrarlas a quienes alguna vez escucharon de este personajes mítico que inspiró cientos de historias sobre su vida y destino fatal.
El Zambo Salvito, ese personaje de las historias y cuentos que las madres y abuelas contaron a los niños como ejemplo del cruel destino al que puede llevar el robo, sí existió. Vivió en La Paz desde los siete años. Había nacido esclavo en Chicaloma, Los Yungas, de Zacarías y Rosa, quienes lo bautizaron como Salvador Chico.
Su madre huyó con él a La Paz después de que su padre fuera golpeado hasta morir por su amo, que lo acusó de haber robado un cesto de coca. Ya en la ciudad, madre e hijo se instalaron en el Tambo San José de la Chocota (hoy Illampu), donde la vida de este personaje comenzó a entretejerse entre la leyenda, el mito y la realidad.
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