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Nirsha Borda

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martes, 27 de marzo de 2018

La leyenda del maíz

La leyenda del maíz


En la región de Kollana existieron dos viejas tribus formadas por los aillus de los chayantas y los charcas, y a pesar de toda la armonía de todos los pueblos en la circunscripción del Kollasuyo, aquellos aillus no pudieron acabar con sus tradicionales disputas. Eran, en realidad querellas originadas sin causa de enojo alguno. Una antigua costumbre había establecido que en determinada festividad se dispusieran pugilatos, luchas y guerrillas conocidas con el nombre de champamackanacus o tincus. Estos combates tenían un cierto parecido a los lances de honor de tiempos del medioevo europeo, y los guerreros asistían a aquellas justas revestidos de coraza de cuero.
Por el bando de los charcas se indicaba la lucha con flecheros que hacían hábiles escaramuzas y enviaban con los arcos de sus flechas proyectiles formados de ramas de árboles y cuando se enardecían sustituían sus inofensivas armas con flechas de ckuri (bambú). Estas flechas estaban hábilmente aguzadas. Los chayantas, por su parte hacían llover con sus hondas los frutos de los árboles, pero los proyectiles, tan luego la fiereza de la lucha animaba a los combatientes, eran cambiados con piedras de agudas aristas.
Y así de año en año, se sucedían los champamackanacus, que resultaban magníficos cuando había víctimas, señal cierta de que serían años de abundante cosecha; pero malos cuando no corría sangre o si salían ilesos los combatientes de ambos bandos.
Uno de aquellos años, siguiendo esta costumbre guerrero-deportiva, Huyru, un muchacho del aillu de los chayantas, recientemente casado con Sara-Chojlu, la dulce y preciosa indiecita de Charcas, había ido al combate contra el aillu de su mujer; pero, ésta, en su angustia, se le había colgado del cuello, rogándole que evitara marchar contra los suyos; pero aquello habría sido cobardía, que habrían censurado los chayantas, y no hubo disculpa ni persuasiónposible. Huyru marchó a la lid pero le siguió su esposa, para evitar desgracias que presentía llegar. Comenzó la lucha, seguida de bárbara algazara. Llovieron las piedras, y los charcas, enardecidos por la muerte de dos de los suyos, lanzaban flechas. Los chayantas, por su parte, enviaban guijarros que, hendiendo el aire, al girar de las hondas, iban a caer en las filas contrarias. Las voces y los gritos hacían más patético y más bárbaro el combate. Huyru hacía girar su honda que chasqueaba al lanzar el proyectil. Sara Chojllu, se encargaba de proporcionar las piedras.
Cuando la noche amenazaba ocultar al dios de los incas, enrojeciendo el crepúsculo encendido de púrpura, y como nunca, bañando el horizonte de montañas con siniestro fulgor, una flecha de los charcas, que salió del arco del padre de Sara Chojllu, se clavó en el corazón de esta ñusta, que rodó por el suelo pálida y sonriente, Huyru dejó su honda e inclinado sobre el cadáver de su mujercita, le rogó con su llanto. Ayudado por sus compañeros, se hizo la sepultura en aquel mismo lugar y cuando todos se habían retirado a sus ranchos, solo Huyru quedó junto a la tumba de su adorada Sara Chojllu. El inconsolable esposo, lloró; mucho, y con su llanto regó la tierra; que a la mañana siguiente dejó brotar una planta hasta entonces desconocida.
Creció el tallo, que cuidó con solicitud el inconsolable viudo. La nueva planta fue creciendo lozana con el riego del llanto de Huyru, mostrando su tallo erguido, esbelto y arrogante como en vida había sido Sara Chojllu y algo raro: esa planta tenía los mismos trajes, con los mismos colores que usaba la indiecita: enaguas de verde claro, pollerines superpuestos: y algo más, cuando llegó a su total crecimiento, devolvió a la tierra los cabellos de Sara Chojllu, los cuales se hicieron rubios con la luz del sol que le envió sus rayos de oro. En el fruto de la planta se reprodujeron también los dientes de Sara Chojllu, su rostro pálido, pero sonriente, como aquel que mostrara la tarde fatal en que la flecha la hirió mortalmente. La hermosa indiecita, al salir del seno de la tierra en forma de planta, con todos los atributos que en vida tuvo, creció sostenida por la flecha de bambú que salió del arco de su padre y que la hirió en el corazón. Por eso la planta de maíz tiene la forma de flecha, cuyas cañas cerca de la cabeza del choclo conservan las lágrimas de Huyru. A esto se debe que sean dulces y un tanto saladas; dulce, porque es la dulzura del amor; saladas, porque en ellas queda la amargura del infortunado Huyru.

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