LA CORNETA DE LLAVES (Pedro Antonio de
Alarcón)
I
Don Basilio, ¡toque V. la corneta, y
bailaremos! Debajo de estos árboles no hace calor...
--Sí, sí..., D. Basilio: ¡toque V.
la corneta de llaves!
--¡Traedle a D. Basilio la corneta en
que se está enseñando Joaquín!
--¡Poco vale!...--¿La tocará V., D.
Basilio?
--¡No!
--¿Cómo que no?
--¡Que no!
--¿Por qué?
--Porque no sé.
--¡Que no sabe!...--¡Habrá
hipócrita igual!
--Sin duda quiere que le regalemos el
oído...
--¡Vamos! ¡Ya sabemos que ha sido V.
músico mayor de infantería!...
--Y que nadie ha tocado la corneta de
llaves como V...
--Y que lo oyeron en Palacio..., en
tiempos de Espartero...
--Y que tiene V. una pensión....
--¡Vaya,[14-9] D. Basilio! ¡Apiádese
V.!
--Pues, señor.... ¡Es verdad! He
tocado la corneta de llaves; he sido una... una _especialidad_, como
dicen ustedes ahora...; pero también es cierto que hace dos años
regalé mi corneta a un pobre músico licenciado, y que desde
entonces no he vuelto... ni a tararear.
--¡Qué lástima!
--¡Otro Rossini!
--¡Oh! ¡Pues lo que es esta tarde,
ha de tocar usted!...
--Aquí, en el campo, todo es
permitido....
--¡Recuerde V. que es mi día, papá
abuelo!...
--¡Viva! ¡Viva! ¡Ya está aquí la
corneta!
--Sí, ¡que toque!
--Un vals....
--No..., ¡una polca!...
--¡Polca!... ¡Quita allá! ¡Un
fandango!
--Sí..., sí..., ¡fandango! ¡Baile
nacional!
--Lo siento mucho, hijos míos; pero
no me es posible tocar la corneta.
--¡Usted, tan amable!...
--Tan complaciente...
--¡Se lo suplica a V. su
nietecito!...
--Y su sobrina....
--¡Dejadme, por Dios!--He dicho que
no toco.
--¿Por qué?
--Porque no me acuerdo; y porque,
además, he jurado no volver a aprender....
--¿A quién se lo ha jurado?
--¡A mí mismo, a un muerto, y a tu
pobre madre, hija mía!
Todos los semblantes se entristecieron
súbitamente al escuchar estas palabras.
--¡Oh!... ¡Si supierais a qué costa
aprendí a tocar la corneta!...--añadió el viejo.
--¡La historia! ¡La historia!
(exclamaron los jóvenes.) Contadnos esa historia.
--En efecto.... (dijo D. Basilio.)--Es
toda una historia. Escuchadla, y vosotros juzgaréis si puedo o no
puedo tocar la corneta....
Y sentándose bajo un árbol rodeado
de unos curiosos y afables adolescentes, contó la historia de sus
lecciones de música.
No de otro modo, _Mazzepa_, el héroe
de Byron, contó una noche a Carlos XII, debajo de otro árbol, la
terrible historia de sus lecciones de equitación.
Oigamos a D. Basilio.
II
Hace diez y siete años que ardía en
España la guerra civil.
Carlos e Isabel se disputaban la
corona, y los españoles, divididos en dos bandos, derramaban su
sangre en lucha fratricida.
Tenía yo un amigo, llamado Ramón
Gámez, teniente de cazadores de mi mismo batallón, el hombre más
cabal que he conocido. Nos habíamos educado juntos; juntos salimos
del colegio; juntos peleamos mil veces, y juntos deseábamos morir
por la libertad. ¡Oh! ¡Estoy por decir que él era más liberal que
yo y que todo el ejército!...
Pero he aquí que cierta injusticia
cometida por nuestro Jefe en daño de Ramón; uno de esos abusos de
autoridad que disgustan de la más honrosa carrera; una
arbitrariedad, en fin, hizo desear al Teniente de cazadores abandonar
las filas de sus hermanos, al amigo dejar al amigo, al liberal
pasarse a la facción, al subordinado matar a su Teniente Coronel....
¡Buenos humos tenía Ramón para aguantar insultos e injusticias ni
al lucero del alba!
Ni mis amenazas, ni mis ruegos,
bastaron a disuadirle de su propósito. ¡Era cosa resuelta!
¡Cambiaría el morrión por la boina, odiando como odiaba
mortalmente a los facciosos!
A la sazón nos hallábamos en el
Principado, a tres leguas del enemigo.
Era la noche en que Ramón debía
desertar, noche lluviosa y fría, melancólica y triste, víspera de
una batalla.
A eso de las doce entró Ramón en mi
alojamiento.
Yo dormía.
--Basilio....--murmuró a mi oído.
--¿Quién es?
--Soy yo.--¡Adiós!
--¿Te vas ya?
--Sí; adiós.
Y me cogió una mano.
--Oye... (continuó); si mañana hay,
como se cree, una batalla, y nos encontramos en ella....
--Ya lo sé: somos amigos.
--Bien; nos damos un abrazo, y nos
batimos en seguida.
--¡Yo moriré mañana regularmente,
pues pienso atropellar por todo hasta que mate al Teniente Coronel!
En cuanto a ti, Basilio, no te expongas... La gloria es humo.
--¿Y la vida?
--Dices bien: hazte comandante...
(exclamó Ramón.) La paga no es humo..., sino después que uno se la
ha fumado.... ¡Ay! ¡Todo eso acabó para mí!
--¡Qué tristes ideas! (dije yo no
sin susto.) Mañana sobreviviremos los dos a la batalla.
--Pues emplacémonos para después de
ella...
--¿Dónde?
--En la ermita de San Nicolás, a la
una de la noche.--El que no asista, será porque haya
muerto.--¿Quedamos conformes?
--Conformes.
--Entonces.... ¡Adiós!...
--Adiós.
Así dijimos; y después de abrazarnos
tiernamente, Ramón desapareció en las sombras nocturnas.
III
Como esperábamos, los facciosos nos
atacaron al siguiente día.
La acción fué muy sangrienta, y duró
desde las tres de la tarde hasta el anochecer.
A cosa de las cinco, mi batallón fué
rudamente acometido por una fuerza de alaveses que mandaba Ramón.
¡Ramón llevaba ya las insignias de
Comandante y la boina blanca de carlista!...
Yo mandé hacer fuego contra Ramón, y
Ramón contra mí: es decir, que su gente y mi batallón lucharon
cuerpo a cuerpo.
Nosotros quedamos vencedores, y Ramón
tuvo que huir con los muy mermados restos de sus alaveses; pero no
sin que antes hubiera dado muerte por sí mismo, de un pistoletazo,
al que la víspera era su Teniente Coronel; el cual en vano procuró
defenderse de aquella furia.
A las seis la acción se nos volvió
desfavorable, y parte de mi pobre compañía y yo fuimos cortados y
obligados a rendirnos....
Condujéronme, pues, prisionero a la
pequeña villa de..., ocupada por los carlistas desde los comienzos
de aquella campaña, y donde era de suponer que me fusilarían
inmediatamente....
La guerra era entonces sin cuartel.
IV
Sonó la una de la noche de tan aciago
día: ¡la hora de mi cita con Ramón!
Yo estaba encerrado en un calabozo de
la cárcel pública de dicho pueblo.
Pregunté por mi amigo, y me
contestaron:
--¡Es un valiente! Ha matado a un
Teniente Coronel. Pero habrá perecido en la última hora de la
acción....
--¡Cómo! ¿Por qué lo decís?
--Porque no ha vuelto del campo, ni la
gente que ha estado hoy a sus órdenes da razón de él.
¡Ah! ¡Cuánto sufrí aquella noche!
Una esperanza me quedaba. Que Ramón
me estuviese aguardando en la ermita de San Nicolás, y que por este
motivo no hubiese vuelto al campamento faccioso.
--¡Cuál será su pena al ver que no
asisto a la cita! (pensaba yo.) ¡Me creerá muerto! ¿Y, por
ventura, tan lejos estoy de mi última hora? ¡Los facciosos fusilan
ahora siempre a los prisioneros; ni más ni menos que nosotros!
Así amaneció el día siguiente.
Un Capellán entró en mi prisión.
Todos mis compañeros dormían.
--¡La muerte!, -exclamé al ver al
Sacerdote.
--Sí, -respondió éste con dulzura.
--¡Ya!
--No: dentro de tres horas.
Un minuto después habían despertado
mis compañeros.
Mil gritos, mil sollozos, mil
blasfemias llenaron los ámbitos de la prisión.
V
Todo hombre que va a morir suele
aferrarse a una idea cualquiera y no abandonarla más.
Pesadilla, fiebre o locura, esto me
sucedió a mí. La idea de Ramón; de Ramón vivo, de Ramón muerto,
de Ramón en el cielo, de Ramón en la ermita, se apoderó de mi
cerebro de tal modo, que no pensé en otra cosa durante aquellas
horas de agonía.
Quitáronme el uniforme de Capitán, y
me pusieron una gorra y un capote viejo de soldado.
Así marché a la muerte con mis diez
y nueve compañeros de desventura....
Sólo uno había sido indultado, ¡por
la circunstancia de ser músico! Los carlistas perdonaban entonces la
vida a los músicos, a causa de tener gran falta de ellos en sus
batallones.
--Y ¿era V. músico, D. Basilio?--¿Se
salvó V. por eso?--preguntaron todos los jóvenes a una voz.
--No, hijos míos.... (respondió el
veterano.) ¡Yo no era músico!
Formóse el cuadro, y nos colocaron en
medio de él....
Yo hacía el número once, es decir,
yo moriría el undécimo.
Entonces pensé en mi mujer y en mi
hija, ¡en ti y en tu madre, hija mía!
Empezaron los tiros.
¡Aquellas detonaciones me
enloquecían!
Como tenía vendados los ojos, no veía
caer a mis compañeros.
Quise contar las descargas para saber,
un momento antes de morir, que se acababa mi existencia en este
mundo.
Pero a la tercera o cuarta detonación
perdí la cuenta.
¡Oh! ¡Aquellos tiros tronarán
eternamente en mi corazón y en mi cerebro, como tronaban aquel día!
Ya creía oírlos a mil leguas de
distancia; ya los sentía reventar dentro de mi cabeza.
¡Y las detonaciones seguían!
--¡Ahora!--pensaba yo.
Y crujía la descarga, y yo estaba
vivo.
--¡Esta es!... me dije por último.
Y sentí que me cogían por los
hombros, y me sacudían, y me daban voces en los oídos....
Caí... No pensé más... Pero sentía
algo como un profundo sueño... Y soñé que había muerto fusilado.
VI
Luego soñé que estaba tendido en una
camilla, en mi prisión.
No veía.
Llevéme la mano a los ojos como para
quitarme una venda, y me toqué los ojos abiertos, dilatados.... ¿Me
había quedado ciego?
No. Era que la prisión se hallaba
llena de tinieblas.
Oí un doble de campanas..., y temblé.
Era el toque de _Animas_.
--Son las nueve.... (pensé.) Pero ¿de
qué día?
Una sombra más obscura que el
tenebroso aire de la prisión se inclinó sobre mí.
Parecía un hombre...
¿Y los demás? ¿Y los otros diez y
ocho? ¡Todos habían muerto fusilados! ¿Y yo? Yo vivía, o deliraba
dentro del sepulcro.
Mis labios murmuraron maquinalmente un
nombre, el nombre de siempre, mi pesadilla....
--¡«Ramón!»
--¿Qué quieres?--me respondió la
sombra que había a mi lado.
Me estremecí.
--¡Dios mío! (exclamé.)--¿Estoy en
el otro mundo?
--¡No!--dijo la misma voz.
--Ramón, ¿vives?
--Sí.
--¿Y yo?
--También.
--¿Dónde estoy? ¿Es ésta la ermita
de San Nicolás? ¿No me hallo prisionero? ¿Lo he soñado todo?
--No, Basilio; no has soñado nada.
Escucha.
VII
Como sabrás, ayer maté al Teniente
Coronel en buena lid. ¡Estoy vengado! Después, loco de furor, seguí
matando..., y maté... hasta después de anochecido..., hasta que no
había un cristino en el campo de batalla.
Cuando salió la luna, me acordé de
ti. Entonces enderecé mis pasos a la ermita de San Nicolás con
intención de esperarte.
Serían las diez de la noche. La cita
era a la una, y la noche antes no había yo pegado los ojos. Me
dormí, pues, profundamente.
Al dar la una, lancé un grito y
desperté. Soñaba que habías muerto. Miré a mi alrededor, y me
encontré solo. ¿Qué había sido de ti? Dieron las dos..., las
tres..., las cuatro... ¡Qué noche de angustia! Tú no aparecías.
¡Sin duda habías muerto!
Amaneció.
Entonces dejé la ermita, y me dirigí
a este pueblo en busca de los facciosos. Llegué al salir el sol.
Todos creían que yo había perecido
la tarde antes.
Así fué que, al verme, me abrazaron,
y el General me colmó de distinciones.
En seguida supe que iban a ser
fusilados veintiún prisioneros. Un presentimiento se levantó en mi
alma. ¿Será Basilio uno de ellos?, me dije.
Corrí, pues, hacia el lugar de la
ejecución. El cuadro estaba formado. Oí unos tiros. Habían
empezado a fusilar. Tendí la vista...; pero no veía...
Me cegaba el dolor; me desvanecía el
miedo. Al fin te distingo. ¡Ibas a morir fusilado! Faltaban dos
víctimas para llegar a ti. ¿Qué hacer? Me volví loco; dí un
grito; te cogí entre mis brazos, y, con una voz ronca, desgarradora,
tremebunda, exclamé:
--¡Éste no! ¡Éste no, mi General!
El General, que mandaba el cuadro, y
que tanto me conocía por mi comportamiento de la víspera, me
preguntó:
--Pues qué, ¿es músico?
Aquella palabra fué para mí lo que
sería para un viejo ciego de nacimiento ver de pronto el sol en toda
su refulgencia.
La luz de la esperanza brilló a mis
ojos tan súbitamente, que los cegó.
--¡Músico (exclamé); sí..., sí...,
mi General! ¡Es músico! ¡Un gran músico!
Tú, entretanto, yacías sin
conocimiento.
--¿Qué instrumento toca?, -preguntó
el General.
--El... la... el... el...; ¡si!...
¡justo!..., eso es..., ¡la corneta de llaves!
--¿Hace falta un corneta de
llaves?--preguntó el General, volviéndose a la banda de música.
Cinco segundos, cinco siglos, tardó
la contestación.
--Sí, mi General; hace falta,
-respondió el Músico mayor.
--Pues sacad a ese hombre de las
filas, y que siga la ejecución al momento, -exclamó el jefe
carlista.
Entonces te cogí en mis brazos y te
conduje a este calabozo.
VIII
No bien dejó de hablar Ramón, cuando
me levanté y le dije, con lágrimas, con risa, abrazándolo,
trémulo, yo no sé cómo:
--¡Te debo la vida!
--¡No tanto!--respondió Ramón.
--¿Cómo es eso?--exclamé.
--¿Sabes tocar la corneta?
--No.
--Pues no me debes la vida, sino que
he comprometido la mía sin salvar la tuya.
Quedéme frío como una piedra.
--¿Y música? (preguntó Ramón.)
¿Sabes?
--Poca, muy poca....--Ya recordarás
la que nos enseñaron en el colegio.
--¡Poco es, o, mejor dicho, nada!
¡Morirás sin remedio! ¡Y yo también, por traidor..., por
falsario! ¡Figúrate tú que dentro de quince días estará
organizada la banda de música a que has de pertenecer!
--¡Quince días!
--¡Ni más ni menos!--Y como no
tocarás la corneta, (porque Dios no hará un milagro), nos fusilarán
a los dos sin remedio.
--¡Fusilarte! (exclamé.) ¡A ti!
¡Por mí! ¡Por mí, que te debo la vida! ¡Ah, no, no querrá el
cielo! Dentro de quince días sabré música y tocaré la corneta de
llaves.
Ramón se echó a reír.
IX
--¿Qué más queréis que os diga,
hijos míos?
En quince días... ¡oh poder de la
voluntad! En quince días con sus quince noches (pues no dormí ni
reposé un momento en medio mes), ¡asombraos!... ¡En quince días
aprendí a tocar la corneta!
¡Qué días aquellos!
Ramón y yo nos salíamos al campo, y
pasábamos horas y horas con cierto músico que diariamente venía de
un lugar próximo a darme lección.
_¡Escapar!_... Leo en vuestros ojos
esta palabra. ¡Ay! Nada más imposible! Yo era prisionero, y me
vigilaban. Y Ramón no quería escapar sin mí.
Y yo no hablaba, yo no pensaba, yo no
comía.
Estaba loco, y mi monomanía era la
música, la corneta, la endemoniada corneta de llaves.
¡Quería aprender, y aprendí!
Y, si hubiera sido mudo, habría
hablado.... Y, paralítico, hubiera andado.... Y, ciego, hubiera
visto. ¡Porque _quería_!
¡Oh! ¡La voluntad suple por
todo!--QUERER ES PODER.
_Quería_: ¡he aquí la gran palabra!
_Quería_..., y lo conseguí.--¡Niños,
aprended esta gran verdad!
Salvé, pues, mi vida y la de Ramón.
Pero me volví loco. Y, loco, mi locura fué el arte. En tres años
no solté la corneta de la mano.
_Do-re-mi-fa-sol-la-si_; he aquí mi
mundo durante todo aquel tiempo.
Mi vida se reducía a soplar. Ramón
no me abandonaba. Emigré a Francia, y en Francia seguí tocando la
corneta. ¡La corneta era yo! ¡Yo cantaba con la corneta en la boca!
Los hombres, los pueblos, las
notabilidades del arte se agrupaban para oírme....
Aquello era un pasmo, una
maravilla....
La corneta se doblegaba entre mis
dedos; se hacía elástica, gemía, lloraba, gritaba, rugía; imitaba
al ave, a la fiera, al sollozo humano... Mi pulmón era de hierro.
Así viví otros dos años más. Al
cabo de ellos falleció mi amigo. Mirando su cadáver, recobré la
razón. Y cuando, ya en mi juicio, cogí un día la corneta... (¡qué
asombro!), me encontré con que no sabía tocarla.
¿Me pediréis ahora que os haga són
para bailar?
lunes, 16 de septiembre de 2013
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